martes, 8 de marzo de 2016

Caminábamos como los vivos... (VIII)



LLAMADAS O LLAMARADAS

     Siguió llamándola después de muerta. Todos los días, al llegar a casa. Cogía el teléfono, miraba la pantalla y a veces incluso la acariciaba. Se encendía un cigarrillo. Marcaba. Dejaba que el tono se agotara. Después saltaba el contestador automático. Entonces podía oír su voz: "Hola ¿qué tal? jajaja (escuchaba su risilla entre tímida y pícara que tanto le gustaba). No, no estoy en casa. Este es el contestador automático de Laura S. Esta es una máquina que me suplanta (decía la voz impostada como si fuera un robot. La verdad es que no tenía demasiada gracia, pero a él eso no le importaba)  Si quieres puedes dejar tu mensaje después de oír la señal. Piiiiiiii"
     Las lágrimas brotaban en cada llamada. Cada día. Siempre que llamaba. Sin embargo no podía dejar de hacerlo. Seguro que no era bueno para él. Emperrarse con aquello de esa manera.
     No se lo había contado a nadie. Ni siquiera a sus mejores amigos. Aquello pertenecía a su vida íntima. Más aun, pertenecía a su vida secreta. Se sentía vivo, se mentía. Después se tomaba otro trago y lloraba un rato más, hasta que se quedaba dormido, se emborrachaba lo suficiente para que el dolor se convirtiera en otra cosa o se secara.
     Un buen día la voz en el contestador ya no apareció y el tono se convirtió en otro tono y la voz en otra, lejana y fría: "el número de teléfono marcado no pertenece a ningún usuario de nuestra compañía"
     La primera vez que escuchó el mensaje algo se le quebró en el pecho. Era como si la hubiera perdido por segunda vez. Sabía que estaba muerta. Oh, sí, lo sabía, pero su voz... Ahora había perdido también su voz.
     No obstante continuó llamando y se llegó a acostumbrar a la nueva voz mientras añoraba la vieja. La voz querida.
    Volvió a llamar todos los días. Un cigarrillo. Una copa. El teléfono. Marcar. Esperar. Escuchar el nuevo tono. Escuchar la voz que le negaba cualquier posibilidad de comunicación. Resignación. Copa. Cigarrillo. Tumbarse en el sofá. Mirar el techo o la lámpara. A oscuras o en tinieblas. Recordar. Besar el recuerdo. Añorar. Y volver a llamar. ¿Por qué habría de renunciar? Cada cual vive la vida como le viene en gana.
     Ya ni recuerda cuánto tiempo lleva viviendo de este modo. Como le viene en gana. ¿Días? ¿Meses? ¿Años? ¿Milenios? Lo mismo da.
    Quizás no de lo mismo. Quizás deba parar. Ha olvidado aquella voz y aquella risilla que tanto le gustaba. Tiene dificultades para acordarse de la frase exacta grabada en el contestador. ¿Cómo era? Así no. Así tampoco ¿Cuándo reía?.
     Va a costarle. Va a costarle mucho. Llegar a casa y no desear tomar el teléfono. Una terrible adicción. La cosa que le daba un objetivo en esta perra vida. ¿Era un objetivo real? ¿Qué es real? Oh, Dios, no sabe que responderse. Sin embargo decide hacer una llamada más. Una última. Se acabó. Como un verdadero adicto que dice esto y luego dice lo otro. Lo hará. Lo hará.
     Se enciende el cigarrillo. Se sirve la copa. Ha elegido una botella de las buenas. Hay que despedirse a lo grande. Marca. Espera. Entonces. Entonces un nuevo tono. Como el de antaño. No surge la voz lejana y fría. No hay mensaje. Descuelgan. Siente una sensación que le surge del estómago y se anida en su pecho. Como una ligera posesión. Una voz. Una voz femenina:
     - ¿Hola?
     Una voz cantarina. Amable. Una voz que vuelve a interrogar:
     - ¿Quién? ¿Holaaaaa?
     No permite que la voz vuelva a preguntar. Cuelga. Aparta el teléfono. Lo tira sobre el sofá. Se sienta al lado. Se siente confundido y extasiado. El corazón le brinca. En su fuero interno no esperaba esto, aunque lo deseara. Han contestado. No, no es ella. ¿Quién podrá ser? Madre mía ¿Quién podrá ser?
     Se acurruca en el sofá y como un torrente acuden a él de un modo prístino y claro todos los recuerdos de ambos. De él y de ella. Cómo se conocieron, qué hicieron, como terminó todo. Sabe que no debe volver a llamar, pero va a hacerlo. Llama:
     - ¿Hola? -dice la voz. -¿Hola? -repite. -¿Quién eres, un gracioso? Pues que sepas que no me hace ni pizca de gracia, joder.
     Él va a contestar, pero de su garganta solo acierta a surgir un conato de palabra. Un gruñido. Algo como gaaarggg.
     - ¿Por qué no te vas a molestar a tu puta madre, guapo?
     Vuelve a colgar.
     Durante toda la noche sueña con una extraña que a él se le revela como la chica al otro lado del teléfono. Durante todo el día no puede dejar de pensar en otra cosa que en la voz, en la chica, al otro lado de la línea. Cree haber reconocido en la voz cierto parecido a la voz de Laura. Aunque quién sabe, está convencido de haber olvidado el timbre de su voz. Desde luego no es ella. NO puede serlo. NO debe volver a marca ese número nunca jamás. Quizás sea una buena idea borrarlo de la memoria de su teléfono. Sí, eso hará.
     Sin embargo no es fácil. Cuando uno tiene una fijación y nada más que el recuerdo y beber una copa y fumar un cigarrillo y mirar la pared o la lámpara encendida y desear que todo hubiera ido de otra manera a como terminaron las cosas entre Laura y él y lamerse las heridas que se reabren a cada golpe de memoria y en cada rostro el reflejo en el cristal. Tal es el torrente de sus pensamientos. Mierda. Se gira en el sofá y desearía que parase ese torrente y el contenido fangoso del mismo.
     Sabe que la única manera de acabar con ello es zambullirse en el deseo de dejarse caer en la acción. En la adicción. Se traga el trago y aferra el teléfono y marca el número y una voz femenina y ligeramente borracha le contesta al otro lado:
     - ¡Hola!
     - ...
     - ¿Hola?
     - ...Grrrr
     - ¿Hola?. ¡Joder, no empecemos! ¿Sabes que esto es acoso?
     - No, per... perdona, no es mi intención asustarte.
     - Entonces ¿cuál es tu intención?
     Y asombrosamente le cuenta lo sucedido. Le cuenta su historia de amor con Laura y los años felices pasados juntos y sus planes de futuro y que la muerte de Laura le lanzó a un abismo de tristeza y que el único consuelo que podía hallar era llamar a ese número de teléfono y escuchar la voz de Laura en el mensaje y su risilla y que un día dejó de aparecer y que otro día apareció otra voz (que en cierto modo le recordaba la voz de Laura) y que esa voz era la suya y que de ese modo habían llegado hasta aquí.
    - Lo siento. Lo siento mucho -Dice la voz femenina y ligeramente borracha. ¿Sabes? Yo también bebo para olvidar. Mi novio murió hace tres meses. Algo terrible.
     - Lo siento. Lo siento mucho -Dice él. ¿Qué ocurrió?
     - Prefiero no hablar de ello. Prefiero que me hables de ti.
     - ¿Cómo te llamas?
     - ¿Cómo te llamas tú?
     - Me llamo Z.
     - Bonito nombre.
     - ¿Cuál es el tuyo?
     - ¿Cómo te gustaría que me llamase?
     - No lo sé.
     - Me llamo Laura. Sí, me llamo Laura.
     Cae de culo en el sofá. "¿Será verdad lo que me dice? ¿Se llamará Laura de verdad o me está tomando el pelo, jugando a un juego cruel conmigo? No, esto es imposible". Se dice y luego revolotea nervioso por todo el apartamento hasta que encuentra un viejo álbum de fotos y lo abre y ve viejas fotos de Laura y de él sonriendo y poniendo caras de tonto en éste o aquel viaje aquí y allá, hasta que encuentra otro foto de Laura, ella sola, en la ventana del apartamento, el brillo del sol enredado en su pelo castaño claro lacio y sedoso. Laura parece muy triste en esa foto. No recuerda el momento o quién hizo la foto. No le gusta esa foto. Esa foto desencadena un nuevo torrente de pensamiento aun más fangoso, cruel y oscuro que el anterior. Y se le clava en mitad de la memoria.
     - Escucha, si de verdad eres Laura, dime qué ocurrió.
     - No quiero hablar de ello. Aquello no debió ocurrir nunca. Fue un error.
     - Pero... ¿Qué ocurrió?
     - Escucha, yo no soy tu Laura. Eres tú quien debe desvelar tus rincones oscuros. Suficiente tengo con los míos. El refugio o el horror. Todo esto es un completo sinsentido. Acabemos con ello.
     - Veámonos.
     - Estás loco. Eso es imposible. No somos nada. No nos conocemos. No eres más que una voz extraña al otro lado.
     - Pero... eres Laura.
     - Lo soy, soy Laura, pero no soy tu Laura.
     - ¿Qué ocurrió?
     Laura suelta repentina y bruscamente una carcajada. La carcajada suena a habitación rompiéndose, a mundos quebrándose. ¿De qué hablan? ¿Qué está ocurriendo?
     No puede con la culpa bajo el disfraz, bajo la máscara. Una última llamada. Lo desvelará todo. Será una liberación.
     - ¿Sí?
     - Perdón, creo que me he confundido.
     - ¿Por quién preguntaba?
     - Preguntaba por Laura.
     - Laura no está. ¿Quién es?
     - Oh, bueno, no importa, soy un a... un conocido.
     - Oh, lo siento mucho ¿Sabe? Laura murió hace tres días. Algo espantoso, terrible. Un terrible accidente.
     - ¿Cómo? Ayer mismo yo... hablé con... No es posible.
     - No le comprendo, señor.
     - ¿Qué ocurrió?
     - Un terrible accidente, algo espantoso. Laura cayó... cayó por la ventana, mi pobre niña.

     Cuelga. No quiere escuchar nada más. Revolotea por el apartamento hasta encontrar el viejo álbum de foto y de entre ellas toma la foto donde Laura aparece con el brillo del sol enredado en su pelo castaño claro lacio y sedoso, triste. Entonces recuerda el momento y quién hizo la foto.

jueves, 19 de junio de 2014

Un relato afgano





Como en cualquier otra guerra, donde la comprensión que tiene el hombre del espacio y el tiempo, de la vida bajo sus propios sistemas de clasificación o medición, salta hecha añicos y le hunde en un sistema alterado, un teatro del horror donde debatirse en los múltiples significados a descifrar, también la Guerra de Afganistán o invasión soviética sucedida en el país asiático durante los años ochenta del pasado siglo XX trajo consigo hechos insólitos, ocultos e increíbles.

                                                                          ***

Los amigos Kamil e Ismail, de doce y trece años, lo han perdido todo durante los primeros años de la guerra: sus padres, sus hermanos y demás familia han muerto en escaramuzas con las tropas soviéticas, republicanas o muyahidines. Las represalias de los tres bandos en conflicto les han dejado también sin casas y han reducido sus pueblos a escombros. Kamil e Ismail vagabundean por los alrededores de Kabul, dónde se conocen y auxilian mutuamente tratando de sobrevivir.

Han encontrado refugio entre las ruinas de una estación de tren abandonada. Allí duermen y guardan sus escasísimas pertenencias. Allí encuentran, perdida y muerta de miedo y hambre a la niña Fadula. Una niña de apenas cinco años a quien prometen cuidar y proteger. La niña Fadula encuentra en Kamil e Ismail los hermanos que ha perdido.
Se juntan por la noche alrededor de un pequeño fuego y comen lo que han podido conseguir ese día, casi siempre algún desperdicio. Luego Kamil les cuenta un cuento que improvisa sobre la marcha. El que más les gusta es el del tren que aparece en la estación abandonada de improviso entre un gran estrépito de ruedas metálicas que chirrían sobre las vías al frenar el conductor y la sirena loca con su agudo piiiiiii y una voz que les llama y les invita a subir. Entonces el tren reanuda la marcha y en un abrir y cerrar de ojos el tren les lleva a los tres a un lugar maravilloso donde no tienen más que imaginar qué suculenta vianda o golosina quieren para que esta aparezca inmediatamente en sus manos. Todos dicen qué les gustaría comer: dátiles, higos, arroz, uvas, melones y duraznos, damascos, moras, granadas de Kandahar, pulao con pasas y zanahorias, cordero, shorma, nan o pan negro de centeno y un montón de chai calentito para beber. Fadula entonces se ríe y dice que ya tiene la tripa llena, que ya no puede más de tantas cosas ricas y todos ríen. Luego dice que a ella le gustaría desear una muñeca, sólo una, pero muy bonita, como aquella que tuvo. Kamil e Ismail asiente y dicen que por supuesto, la muñeca más bonita del mundo, y luego todos piensan que habrían pensado en desear que sus seres queridos volvieran y que acabara la guerra, pero ninguno lo dice para no echarse a llorar, porque en el fondo saben que todo eso que cuentan no es más que una quimera, una mentira.
Por la mañana Kamil e Ismail, toman el pedregoso camino de vuelta y regresan a la capital y merodean entre los edificios en ruinas y los escasos puestos miserables desperdigados aquí y allá con la intención de mendigar o robar algo de comer. Raramente lo consiguen. Hay demasiados niños como ellos. Hay demasiada pobreza y necesidad. Hay demasiados muertos de hambre disputando las migajas. Además, los mayores siempre están dispuestos a molerlos a palos, a imponer su orden en el caos. Por la tarde van a revisar las trampas que han puesto cerca de un riachuelo. Tienen suerte: en el alambre roñoso debajo de un puente minúsculo por donde corre un regato pútrido se debate un gato flaco al que matan de una certera pedrada en la cabeza.
Por la noche pelan y se comen el gato entre los tres y se calientan en el fuego que ha prendido Ismail. Después Kamil vuelve a contar el cuento del tren. Añade dos o tres cosas nuevas, como que el tren brilla y parece de oro o que el conductor es un malaika, un ángel, nada más y nada menos o que el sonido de la sirena es en esta ocasión una canción que sus madres solían cantarles antes de ir a dormir. Los dos niños vuelven a enumerar las cosas ricas que desearían desear: granadas de Kandahar, pulao con pasas y zanahorias, cordero, shorma, nan o pan negro de centeno... No más gato flaco y sarnoso. Se ríen.
Fadula no se ríe. Permanece callada. Kamil e Ismail le preguntan qué le pasa, por qué de repente se ha quedado callada y como ausente, triste. La niña les dice que todo aquello que cuentan lo cuentan para distraerla y que no piense en la guerra, ni el hambre ni lo solos que están. Dice que si de verdad fuera a pasar alguna vez ese tren, ella saltaría a él y sin dudarlo viajaría hasta Rusia para pedirle al rey ruso que acabe ya con esa guerra. Que el rey de Rusia debía comprender. Que aunque fuera un hombre muy poderoso tendría hijos, quizás una niña como ella y que le haría pensar en su hija y que el rey se echaría a llorar y mandaría parar la guerra de inmediato. Un hombre malo no podía ser rey, quizás es que le había aconsejado mal y le habían dicho que los afganos eran malos y entonces había pensado en castigarlos. Eso es lo que haría, apostilla, y los tres se quedan muy callados y luego se echan a dormir cerca del fuego pero no duermen y se quedan pensativos hasta que la fatiga les vence. Sueñan, pero el sueño no les conforta.
El día siguiente, al caer la tarde, Kamil e Ismail regresan de su vagabundeo por Kabul. No han podido conseguir nada de comer a excepción de unas raíces sarmentosas que harían vomitar a un burro. Les han dado de palos y los cepos han sido robados. Ismail ha encontrado una muñeca entre los restos de un orfanato. A la muñeca le falta un ojo y un brazo, tiene el pelo de la cabeza quemado y está sucia y desnuda, aun así los chavales creen que a la niña Fadila le gustará la muñeca.
Cuando llegan a la estación abandonada, Fadila no sale a recibirles como es costumbre en ella. La llaman. Gritan su nombre. No obtienen respuesta. Vuelven a gritar su nombre y la buscan por los alrededores. El fuego está apagado. Las cosas revueltas. Corren al escondite de rocas que le han dicho una y mil veces que debía utilizar en caso de ver a alguien aproximarse. No está.
Kamil la encuentra bajo unas piedras y maderas. Alguien la ha dejado ahí y ha tratado de ocultar su cuerpo. Quizás por vergüenza o remordimiento, por temor a ser descubierto. La niña Fadila está desnuda y le han destrozado la cabeza con una piedra. Kamil llora. Ismail llega a su altura. Llora. Las caras sucias y flacas descompuestas. Los ojos son cataratas. Ambos se abrazan, pero no encuentran consuelo. No encuentran comprensión. Más tarde descubren los envoltorios de varias chocolatinas y un par de botellas de vodka vacías. Hay muchas colillas de cigarrillos y latas de conservas abiertas, también vacías. Siguen sin comprender.
Se culpan a sí mismos de haber dejado sola a la niña Fadula. Habían prometido cuidarla y protegerla y sin embargo está muerta. Alguien la ha matado, un bastardo, un demonio, pero ellos han fallado: la niña Fadula ha muerto.
Ismail coge una piedra y se golpea la cabeza con ella. Grita y se maldice. Kamil llora otra vez. Llora el océano que nunca han visto. Luego parece calmarse y dice que ya está bien. Dice a Ismail que deje de golpearse la cabeza. Dice que no que así no se soluciona nada. que no puede perderle tambié a él. Dice que lo que deben hacer es ir a Rusia. Sí, a Rusia, como quería la niña Fadula y pedirle al rey de Rusia que termine con la guerra.
No saben dónde está Rusia. ¿Por qué habrían de saberlo? Sin embargo piensan. Alguna vez han visto aviones soviéticos apareciendo tras las montañas del norte. Rusia debe de estar entonces en aquella dirección. Tras las montañas. El mundo no puede ser tan grande. Las vías del tren se extienden hacia allí. Deciden tomar tal dirección.
Caminan sobre las vías hasta bien entrada la noche. Dejan atrás la estación abandonada, el cadáver de la niña Fadula ha quien han dado sepultura y Kabul. Apenas hablan. Están cansados y hambrientos, tristes. No saben cuánta distancia han recorrido. Les duelen los pies. Las montañas ahora no se ven. La oscuridad es total y hace frío. Brillan las estrellas, pero eso no es suficiente. No pueden comerse las estrellas. Las estrellas no van a devolverles a Fadula. Tampoco le piden nada a Alá. Quizás su dios sea bondadoso y les ame. Quizás, quien sabe. Prefieren pensar en otra cosa. Les duele la cabeza. Esta noche Kamil tampoco cuenta el cuento del tren. Tiene la lengua pastosa. Tienen el alma extenuada. Lo que quieren es que el tren sea verdadero, no una quimera, algo que se cuentan para aliviarse. Lo que quieren es cruzar las montañas. Que Rusia esté cerca. Que el rey de Rusia les escuche y les comprenda.  
No saben qué hora es. Es de noche, punto. Ya no pueden más. Se acurrucan uno junto al otro en unas rocas. Se abrazan y lloran otra vez. Lloran hasta secarse. Y cuando se han secado, se quedan dormidos.
Falta poco para el amanecer. Cuando los sueños son más vívidos, más poderosos. Ismail es el primero en despertarse. Un estrépito en el silencio de la llanura le ha despertado. No ve nada, pero escucha algo a lo lejos. Un sonido con el que siempre han fantaseado. Se frota los ojos y en el horizonte, entre la niebla caliginosa de esa hora, ve las montañas. Están cerca, imponentes. Sacude a Kamil, lo despierta. El ruido va en aumento. Se acerca hacia ellos. Se miran. Se interrogan. ¿Qué podrá ser?. ¿Será? No es el ruido de aviones. ¿De dónde viene? ¿Del norte? ¿Del sur? ¿Será éste el tren? ¿Nuestro tren?. Por instinto ponen la oreja en las vías. Escuchan. Sienten la vibración. El ruido cada vez más cerca. Están nerviosos. ¿Qué va a pasar? ¿De dónde viene? Viene por allí, dicen. No, viene por allí, se corrigen. Aun no ven nada. El sonido va en aumento. Crece. Crece aun más. Está cerca. Muy cerca.
Entonces ven un gran resplandor, una luminosidad, un brillo dorado. Escuchan el chirrido de unas ruedas metálicas sobre las vías. Es el tren. Viene del sur. Se abrazan. Está ahí. Muy cerca. Ya lo ven. Es como de oro y una especie de vapor lo envuelve todo. Suena la sirena con un pitido agudo que a los muchachos les parece la música más dulce. Se van a Rusia. A la niña Fadila le hubiera gustado verlo. Seguro que desde el cielo puede verlos. Ahora sí que van a exigir al rey de Rusia que ponga fin a esta terrible guerra.
Kamil e Ismail se preparan. Se echan a un lado de la vía. El tren parece frenar su velocidad. Llega a su altura. Está llegando. Ya, ya, ya llega. Es fabuloso. Maravilloso. Una quimera hecha realidad. El vapor les cubre enteros. El brillo dorado les ciega. El pitido de la sirena les ensordece. Ya está aquí. Parece no querer detenerse. Da igual, no van a perderlo. Está aquí, está aquí. Están preparados. Los están. Siempre lo han estado. Una puerta abierta. Saltan dentro. Ya está.

                                                                           ***

En 1994 Kamil Zahir e Ismail Khalili, de veintidós y veintitrés años respectivamente, adictos a la heroína desde la adolescencia y vagabundos, son arrestados por la Policía afgana cerca de Kabul acusados de sodomía.
Durante los interrogatorios a que son sometidos ambos jóvenes no son capaces de explicar dónde o de qué modo han subsistido los últimos diez años de su vida. Cuentan una extraña historia sobre un errabundo viaje a través de las montañas del norte y Tayikistán en dirección Kirguistán y con intención de alcanzar Rusia. Dicen que para ello emplearon siete años de sus vidas. No dicen nada de qué modo se han ganado la vida. Las explicaciones no convencen a la Policía.
Continúan los interrogatorios durante días y al final la resistencia de Ismail Khalili se quiebra y decide confesar lo verdaderamente ocurrido: Que nunca emprendieron tal viaje a las montañas ni mucho menos llegaron a Tayikistán. Que por contra vivieron durante años, al quedarse huérfanos por la guerra y conocerse ambos, del pillaje, el extraperlo y el robo. Que pronto conocieron la drogadicción y la violencia. Que raptaron, violaron, asesinaron y comieron a una niña de cinco años, la cual la Policía afgana identificó como Fadula Gula, de la etnia pashtún. Que más tarde, acostumbrados a la carne humana y comprendiendo que el recurso a tal práctica antropofágica les procuraba un modo factible y ventajoso de subsistencia continuaron sus correrías por las ciudades de Ghazni, Bagram o Jalalabad y acechando la huida de los desplazados por la guerra hacia Pakistán.
Tras la confesión de Ismail Khalili, su amigo y cómplice Kamil Zahir hizo lo propio, siendo ambos encontrados culpables de los delitos de sodomía, secuestro, canibalismo y asesinato de al menos veinticuatro niños y jóvenes durante los diez años comprendidos entre 1984 y 1994 siendo condenados a la pena capital.
Kamil e Ismail fueron colgados del cuello hasta morir dos semanas después.

jueves, 30 de mayo de 2013

Un sueño...



En el sueño el padre abraza a la madre en la cama y la madre le dice al padre que ha soñado con el hijo. El padre llama al hijo y el hijo le responde. Estoy aquí, papa ¿quieres que vaya?. Ven, hijo, ven. Su dulce vocecita se escucha lejana desde la otra habitación. Luego se oye más cercana. Y luego un poco más. Estoy llegando, papá. Te quiero.

En la penumbra del cuarto, el hijo es una voluta de humo. Apenas perceptible. El padre y la madre empiezan a comprender. La forma se aproxima. Habla. Su voz les rompe los corazones. El humo, la emanación, va tomando el rostro y la figura del hijo. Papá y mamá terminan por comprender. El hijo se sitúa a la altura de sus cabezas. Sonríe. El osito entre sus brazos. Les habla. Les acaricia. Aquí estoy. Os quiero. El padre y la madre le tocan. No pueden sonreír. Lloran.

Después, el padre despierta del sueño. Acongojado. Las lágrimas no cesan. Se levanta. Va.

El hijo duerme tranquilo en la habitación de al lado.

Se niega a pensar. Se niega a comprender.

martes, 25 de septiembre de 2012

Caminábamos como los vivos... (VII)



La cruel resignación de la madre joven empujando el carrito. La idea hirviendo en la cabeza como las cebollas en una marmita. Un parásito mental. La misteriosa ausencia del niño sentado en ese carrito, dentro de su severa parálisis cerebral. La mirada de este niño, fija en algún punto más allá, mucho más allá, tras las gafas gruesas. La boca abierta y negra como una cueva, y la lengua naranja fuera, erecta y señalante. Serpiente o gusano. O dragón o cebo o pene insensato. Las manos raquíticas retorcidas como garras o anzuelos y las piernas esmirriadas como alambres, incapaces de sostenerle o de cualquier otra cosa. La baba seca manchando su jersey azul cielo. Como un ectoplasma.

El paso raudo de la madre joven a través de la gente en la acera. Sin pedir permiso. Sin cortar el chup-chup de su pensamiento. Sin dejar de alimentar su parásito. El gruñidito del niño en el carrito. Apenas un gruj o algo parecido. Y un tranquilo mi niño de la madre joven, pero sin tocarlo.
Esa gente se aparta para dejarlos pasar. Quizás para no tocarlos. Y luego se vuelven y los miran de reojo. Y no dicen nada, pero piensan. Y en lo que piensan es en errores, en impureza, en castigos, en corrupción, en manchas. Pocos son los que sienten piedad, compasión. No importa.

De hecho nunca ha importado y nunca lo hará. La escena termina cuando el autobús arranca y los pierdo de vista y lo último que llego a ver es el borrón de luz zumbante que los envuelve a todos y los traga y los hace desaparecer. Después miro a mi alrededor y la gente sigue hablando tan alto como suele hacerlo, explicando sus parásitos mentales. Las bocas abiertas y negras como cuevas. Algunos dientes, podridos o no, asomando como ruinas, y las lenguas naranjas erectas y escupidoras. El ectoplasma de sus vidas fantasmales fluyendo por sus poros sin que se den cuenta. Y nunca se darán.

sábado, 21 de enero de 2012

Apocalipsis onírico...

















Ondas blancas y azules barrían el desierto de su cerebro. Auroras boreales cuyas excrecencias chocaban con las barreras de sus ojos y amenazaban con escapar de los límites del pensamiento.
Permaneció en aquel estado durante días. Cuando despertó, el mundo ya no era el mismo.



(1. Eco)

Un zumbido crispante surgía de todas partes o de ninguna y se colaba en la habitación a través de las moléculas de la construcción, para, de inmediato, incrustarse en su estómago y hacerle sentir nauseas. Se levantó a duras penas de la cama y se arrastró hasta la ventana. La abrió y el extraño zumbido grave se transformó en un bramido de ballena o Leviatán que llegó a él a través de una espesa niebla azul que le impedía ver la ciudad. Como si ésta hubiera sido engullida o rellenada por esa misma niebla. Entonces el bramido cesó, y unos segundos más tarde regresó con mucha más fuerza. Le hizo llevarse las manos a los oídos y cerró la ventana con violencia.
En los breves instantes en los que había cesado el ruido no había oído ningún sonido humano o de máquinas trabajando o el ruido del tráfico abajo. Y esa ausencia le perturbaba tanto como la omnipresencia de la resonancia. Tampoco podía escucharse actividad humana en el interior del edificio, hospital o manicomio. Gritó entonces, esperó, y luego volvió a gritar. Sin embargo nadie acudió a su llamada. Sólo el bramido variando en diferentes frecuencias hasta alcanzar una particularmente grave y que le provocó una nueva nausea. Esta vez no pudo reprimirla y en el cuarto de baño se alivió arrojando un pequeño chorro de bilis.
Le dolía brutalmente la cabeza. Sentía una angustia feroz y estaba irritado. Sentía un torrente de sensaciones en su interior y ninguna halagüeña. Como un funesto presagio. Si es que él hubiera creído alguna vez en los presagios. Ciertamente no sabía qué estaba haciendo allí; no sabía por qué estaba allí; ni sabía qué era ese lugar. A duras penas recordaba su nombre: Arteaga. Y desde luego no alcanzaba a saber qué podía significar ese sonido, ruido o resonancia más allá de una constante fuente de dolor de cabeza, nausea e intriga. Un sonido que hacía que todo tomara una cualidad espantosa, febril y opresiva. El eco de las entrañas de la Tierra o el Infierno, el Cielo resquebrajándose o ya decididamente descompuesto. El Tiempo chirriando. La Pesadilla crepitando. Quién podría saberlo. A lo mejor aun no había despertado y todo era un ridículo sueño producido por el alcohol. A lo mejor no era más que como uno de aquellos frecuentes duermevela que sufría de pequeño cuando tenía fiebre y estaba solo en el cuarto y en la casa. Como primera medida arrancó un trozo de tela de las sábanas terriblemente sucias de la cama y se fabricó unos torpes tapones que se colocó en los oídos. No era suficiente.
Ahora que se fijaba, todo estaba terriblemente sucio en la habitación. Una película glauca se había posado sobre los objetos y las superficies del cuarto. Incluso las paredes se mostraban cubiertas por la película o membrana. La tocó con su dedo índice y ésta se elevó al retirarlo. Tenía una cualidad singular, extraña, y su textura era mitad mucosidad, mitad polvo. Se sacudió la mano y las partículas de aquello corrieron a fusionarse con el resto de súbito, como un metal atraído por el imán. Miró su dedo: tenía una pequeña rojez y un escozor en la yema del dedo. ¿Qué podía ser aquello? Se preguntó. Una nueva incógnita en el mundo al que acababa de despertar. Decidió que serían hongos producidos por la humedad y el abandono. Sí, eso sería. Decidió que había otras cosas más importantes de las que preocuparse. Por ejemplo ¿Dónde estaba la puerta de la habitación? El cuarto no era tan grande como para no poder verla, como para que estuviera oculta en alguna parte. Giró sobre sí y miró en todas direcciones. No había armarios aparentemente u otras estancias accesorias que pudieran llevar hasta la salida de la habitación, a excepción del minúsculo cuarto de baño donde había arrojado escasos minutos antes. Allí sólo había un enorme ventanal, al que no se atrevía siquiera a acercarse, y tres paredes pringadas de un algo verdoso.
¿Qué podía hacer? Tomó el resto de la mugrienta sábana y se dedicó a frotar las paredes, retirando la membrana glauca, en busca de la necesaria puerta. No encontró nada. Lo único que encontró fue su propia imagen en los cristales de la ventana: demacrada, flaca, perdida en un mundo solapado el cual no sabía si era material o por el contrario estaba hecho de jirones de realidad. Se dio cuenta de que el sonido hacía tiempo que no bramaba. Entonces se sintió un poco mejor. Sólo un poco. Vio su ropa, fría y acartonada, sobre una silla. Decidió que sería bueno recuperar en la medida de lo posible algo de su vieja identidad. Se quito el asqueroso pijama que vestía y se puso sus propias prendas, después de haberlas sacudido, y se sentó en la silla. Esta se rompió como si estuviera hecha de algún material quebradizo, cediendo a su peso, y cayó al suelo en un gesto bufo, ridículo: las manos gesticulando como un molinillo; la cabeza golpeándose contra el suelo con un coscorrón seco y un ruido hueco; las piernas en alto, apuntando al techo; los pantalones en los tobillos, como un amante incompetente que trata de huir. Se quedó unos breves instantes tumbado sobre las frías baldosas; las manos en el rostro. Entonces comenzó a reírse con una risa a partes iguales impotencia, rabia y eso otro para lo que aun no tenía nombre. Rió como un pescado. La película glauca vibraba al compás de la risa. Como respuesta, el bramido del Leviatán se hizo insoportable y omnipresente. Se le nubló la vista, se echó a llorar y se retorció en el suelo hasta que se quedó dormido.



(2. Ícaro)

Cuando despertó en su cama lo primero que vio fue el rostro de una enfermera de rasgos árabes o indios sobre sí. Le sonreía y le decía algo que él no podía comprender, al tiempo que aplicaba sobre su pecho desnudo un ungüento que bien podía parecer cera. Después le hizo una indicación para que se girase y se pusiera de espaldas. Entonces le aplicó el ungüento o la cera allí también, poniendo especial atención en frotar o masajear sus omóplatos. Cuando hubo terminado, la enfermera recogió sus chismes; puso el bote cerrado en una bandeja metálica junto a un termómetro y una jeringuilla de un tamaño enorme; hizo unos extraños gestos o aspavientos como si fuera un karateka loco o su transformación en bestia; volvió a sonreír al hombre y le pellizcó la mejilla; se despidió; se dio media vuelta y se marchó.
Ahora sí que estaba hecho un lío. ¿Qué había sido todo aquello: el eco o bramido insoportable, la extraña sustancia glauca que lo envolvía todo como la piel de una crisálida, la niebla impenetrable, la ausencia de puerta? ¿Había sido sólo un sueño como llegara a sospechar? ¿O era ahora cuando se sumergía en el sueño, la pesadilla o el duermevela? No tuvo tiempo para más preguntas.
Ante la ventana había una mujer. La espalda apoyada en la cristalera; una pierna vestida en seda negra cruzada sobre otra pierna vestida en seda negra; el pecho realzado, descansando sobre un antebrazo oculto bajo otro brazo en un gesto de protección o impaciencia; en la mano enguantada de negro sostenía un cigarrillo largo al cual daba largas caladas. Expulsaba el humo en dirección al hombre de un modo interesante, como una verdadera femme fatale –con un gesto bien estudiado- y le miraba mostrando esa impaciencia de la que hablaba su brazo bajo el pecho. Entonces dijo:
-¡Ah, hola, Arteaga, por fin has ¿despertado? Veo que aun no te has muerto. Pues mira tú por donde, menuda decepción.
Arteaga dijo:
-¿Co… como dice? A… aquí no se puede fumar.
Ella dijo:
-¡Oh, vamos, ahora vas a decirme que sufres amnesia; que no sabes quien soy! Querido, eso está muy manido.
Él dijo:
-No comprendo.
La mujer dijo:
-Sí, claro. Quizás esto te refresque la memoria.
Y la mujer dio una última calada; tiró el pitillo al suelo y lo aplasto con sus negros zapatos de tacón alto. Después lanzó un suspiro que vino a decir algo así como resignación y se sacó la chaqueta imitación Chanel que depositó cuidadosamente sobre una butaca vacía. Se colocó ante los pies de la cama, donde Arteaga pudiera verla bien, y comenzó a desabrocharse la camisa blanca cara. Se la sacó y esta vez no la colocó sobre la butaca; se la lanzó al hombre con una mezcla de descaro y desdén. Haces memoria ahora le dijo, brazos en jarra, y el pecho aprisionado por el sujetador. Y él permaneció callado. El rostro demudado. En fin dijo ella, y se llevó las manos a la espalda y manipuló el broche del sostén que soltó con evidente facilidad, aunque sin el menor atisbo de coquetería. Se quedo allí, en aquella postura: plantada ante el hombre; desnuda de cintura para arriba y mostrando sus bellos senos. Retadora. Pequeñas colinas desafiantes que apuntaban al hombre como una cordillera poderosa a un alpinista. Entonces dijo: qué, Arteaga ¿Te acuerdas ahora? ¿Recuerdas estos senos por los que suspirabas? ¿Recuerdas nuestras noches y nuestros días de amor? ¿Recuerdas nuestra pasión? Y acto seguido se levantó la falda y le mostro su sexo. Un sexo que había sido cambiado por una calavera. Se arrancó el guante y su mano era la mano de una quimera.
Arteaga iba a decir algo. Era necesario. Pero no pudo decir nada. Ella dijo: Ya veo. Ya veo en qué te has convertido. Se acercó a él; le puso los senos en la cara. Se rió. Tomó su mano y le puso algo en ella, una cosa esférica. Le cerró la mano.
En aquel momento se abrió la puerta y un séquito de doctores en medicina y enfermeras se precipitó dentro. Se toparon con la mujer desnuda. Los hombres agacharon la cabeza ante la escena y las mujeres se llevaron las manos a la boca. La mujer se giró, se dio la vuelta, y se puso la ropa sin prisa, sin mostrar el más mínimo pudor o vergüenza. Cogió su chaqueta, el bolso; se encendió otro largo cigarrillo y se marchó de la habitación haciendo clac, clac con sus tacones altos.
Los doctores rodearon a Arteaga a ambos lados de la cama mientras las enfermeras revoloteaban, atareadas, por la habitación. Uno de ellos le cogía la muñeca como si fuera a tomarle el pulso para, inmediatamente después dejarla caer, muerta, sobre la cama. Entonces escribía algo en la página de un cuaderno y la arrancaba y la tiraba y volvía escribir. Otro médico sacaba de un gran maletín un instrumento metálico parecido a una mariposa o un crucifijo y lo depositaba bajo la cama; miraba al hombre y le lanzaba una sonrisilla estúpida. El más viejo de todos ellos sacó algo de una caja de madera china. Algo delicado que parecía un animal o un insecto y que puso sobre el pecho de Arteaga y que se puso a danzar como la bailarina de una caja de música china, mientras los médicos y las enfermeras daban palmas animándolo en su danza. Algo que al cabo de unos instantes cayó fulminado, inerte, muerto, sobre el pecho del hombre El viejo doctor meneó la cabeza en un gesto de reprobación o negación. No, no, no, parecía decir, y tomó aquello por lo que parecía su rabo o cola y lo miró sujeto entre sus dedos índice y pulgar. Dijo algo más que nadie pudo escuchar y dio media vuelta y se marchó de allí, mientras el resto de doctores en medicina se miraban entre sí y meneaban sus cabezas en gestos que querían ser severos y que no revelaban sino su ignorancia o incomprensión.
Arteaga, una vez más, no sabía qué decir, qué preguntar. No sabía si tenía que preguntar. Así que se quedó callado mientras los doctores se miraban entre sí y se daban golpecitos con los codos y se empujaban entre ellos, incitándose unos a otros. Por fin uno se decidió. Se llevó el puño a la boca, carraspeó, aclarándose la voz. Dijo:
-Señor, tenemos que comunicarle algo. Verá, es complicado dadas las circunstancias y… eh, ejem, esperamos que trate usted de comprender las verdaderas circunstancias que… eh, ejem… circunstancias especiales que han hecho que… ahora… eh, esté usted aquí. Eh, éste es un lugar especial para, digamos, gente especial como… como usted. Le hemos recogido a usted… ¿A… a que se dedicaba usted. Cual era su profesión. O cual es? ¿Es usted astronauta? ¿Buzo? ¿Marinero?... ¿Pero de verdad no recuerda usted nada?... Eso nos ayudaría a comprender el cómo se originó todo esto. Pero, oh, lo primero es su persona… El paciente… Su salud… Su bienestar… Tratar de comprender qué… o quién es usted. Lo primero seria averiguar por qué tiene usted alas.



(3. Dédalo)

Todo estaba igual ¿Igual que cuando? El bramido despertó a Arteaga. Comenzaba a acostumbrarse pero se puso los tapones de parafina que había comprado en la farmacia. Algo ayudaban, pero nunca era suficiente. Miró en la mesita de noche y cogió algo esférico. Abrió la mano y se solazó con el pequeño orbe de Alejandrita que le habían regalado sus hijos por el día del padre. Mostraba su fuego verde y Arteaga lo alzó para que la luz del sol matutino lo atravesara y poder ver así los minúsculos seres de su interior. Réplicas humanas de una talla milimétrica. Un regalo caro y sofisticado, un tanto snob, pero que tenía bien ganado: era el mejor padre del mundo. A Arteaga le gustaba agitar la esfera y ver como se debatían los humúnculos del interior. Había un hombre y dos mujeres, y a veces le miraban desde su universo diminuto y Arteaga pensaba: eres un pequeño cabrón afortunado, chaval. Y volvía a agitar la esfera y se reía viendo tropezar y caer a aquellos seres.
Sufría de pesadillas desde hacía varios meses, desde que ocurrieraaquello, pero ya no le daba demasiada importancia. Le parecía que todo estaba bien; que todo estaba en su sitio; que todo cuadraba y que nada podía salir mal. Estaba construyendo su laberinto en el jardín. Eso era lo que importaba: construir el laberinto, al que llevaba dedicándose más de diez años. Aquella era una buena dedicación. Si podía, se dedicaría a ello toda la vida. Los hijos eran ya mayores y su mujer y él parecían haber llegado al punto en que el matrimonio necesita espacio libre y dedicaciones propias para no terminar destrozándose. Tenía todo el tiempo para él solo, y los amigos o las relaciones sociales no le interesaban en absoluto. Nunca había sido demasiado bueno para ello. Sin embargo era bueno diseñando y haciendo cosas con sus propias manos. Así que sí, era una gran idea.
Se levantó de la cama. Dejó en la mesita su esfera envuelta en la funda verde y se fue al baño y orinó. Tenía una erección. Hacía mucho tiempo que no se levantaba empalmado y miró aquello duro y le gustó la sensación y sonrió. Sí, todo estaba bien. Pero, cuidado, lo había puesto todo perdido de orina. Lo limpió y no le importó. Se miró en el espejo y dijo para sí que tenía buen aspecto. Sí, sí que lo tenía y, además, ya no le dolía la cabeza.
Mientras se afeitaba ante el espejo se cercioró de que lo recordaba todo con una claridad pasmosa. Podía recordarlo todo y, lo que era aun más importante: podía aceptarlo. Así, con toda franqueza. Así de fácil. Sin necesarias epifanías. Como con un chasquido de los dedos. Sí, sin duda todo estaba bien. ¡Qué dulce sensación! Incluso le llegó a parecer que el ruido exterior comenzaba a adquirir una calidad armónica. ¿Estaría él, a medida en que construía su laberinto exterior, saliendo del interior? Se dijo a sí mismo que sin duda era así.
Se vistió. Era un día hermoso a pesar de no poder verse el tercer sol. Salió al jardín de la casa y se introdujo en su laberinto. Estaba hecho de multitud de diferentes materiales: maderas, cristal, chatarras, placas de zinc, toboganes de parques oxidados, restos de naves espaciales de campos de lanzamiento abandonados, fuselajes de máquinas y carlingas de avionetas, puertas de automóviles viejos… Desechos de una sociedad industrial y materialista; descartes de un mundo que se desintegraba. Lo recorrió sin el menor atisbo de duda sobre cuál era el camino correcto, el vericueto indicado, el recodo acertado. Tan bien lo conocía. Y, mientras tanto, iba apartando las muchas pieles ajadas caídas aquí y allá. Excedentes de delirios inducidos. Vestigios de obsesiones, terrores y apatías del hombre contemporáneo.
Llegó al centro mismo del laberinto, embutido en la caliginosa espesura de la niebla y entonces le llegó un aroma salado de mar. Supo que estaba en el lugar exacto: no podía ser ningún otro. La atmósfera allí estaba un poco más diluida, menos viscosa o espesa y se respiraba mejor. Aspiró profundamente y ya, no un olor, sino un profundo sabor de mar profundo le inundó. El sabor de un océano más psíquico que físico. De ello no tenía la menor duda. Podía ver las olas muriendo pacíficamente en la arena de la playa. Ondulaciones metafísicas que se retorcían para, después, destensar su agitación y regresar sosegadas a su elemento aglutinador. Se sentó. Esperó. Luego se levantó e hizo ondas en ése agua lanzando piedras invisibles. No sintió dolor. Esperó un poco más. El bramido regresó. Formidable, aterrador. Pudo escucharlo a kilómetros de distancia. Se acercaba a una velocidad asombrosa. En breve estaría sobre él. No sintió miedo. De entre las aguas surgió la colosal figura de la ballena o Leviatán. Y él se ofreció a ella. Lo tragó. No sintió dolor.



(4. Deméter)

La mujer fumaba en la cocina. Hoy no estaban los hijos. Se sirvió otra copa de un vino espeso y oscuro, muy caro, y se descalzó los zapatos de tacón alto. Se giró para mirar por la ventana: era un día claro y soleado de verano. Estaba asistiendo a una transformación del escenario físico y psíquico en el marco de una catástrofe doméstica. No hacía nada. De momento sólo bebía. Su propia alienación la estaba conduciendo a una mutación surrealista del sufrimiento. No hacía nada. De momento sólo bebía. Bebía y miraba a través de las ventanas la montaña que le habían regalado. La vida se había paralizado mientras la mujer buscaba a los hijos perdidos. ¿Ellos perdidos? ¿Perdida ella? En aquel entonces uno o una nunca sabía.
Arteaga revoloteaba sobre las ruinas del laberinto en el jardín. Estaba disfrutando. El hallazgo de sus nuevas facultades le hacían sentir que el mundo había tomado un nuevo sentido o que quizás carecía por completo de él. Cualquiera de las dos alternativas le llenaba de un júbilo casi pueril y le dotaba de energías renovadas. Qué diferente esa percepción de los antiguos y oscuros ¿presagios? Estaba como loco o quizás era ahora cuando empezaba a ver las cosas del modo en que realmente eran. Sin tapujos, dobleces o trampantojos. Sin espejos que le devolvieran una imagen fraudulenta o trucada. Perseguía a los pájaros o los insectos alados como si fuera un chiquillo. Hacía un picado. Se entretenía en escribir palabras obscenas con su vuelo en el vacío. Atravesaba las nubes bajas y simulaba descansar en ellas o morderlas. Abría los brazos y planeaba, dejándose arrastrar por las suaves corrientes de aire. Ascendía hasta casi quedarse sin oxígeno y después regresaba haciendo un tirabuzón. Saludaba desde el aire a su mujer en la cocina y ella fingía no haberle visto y se giraba y se echaba el vino al coleto.
Tras un largo rato Arteaga se posó ante la puerta y entró en la casa. Cruzó desnudo el pasillo y al llegar a la cocina recogió sus alas. La mujer estaba borracha y lloraba. Apenas se entendía lo que decía, pero eran sapos y culebras. Se había dedicado a pelar unas cuantas granadas y luego a machacarlas con su zapato. En cuanto vio al hombre le tiró uno de ellos a la cabeza y luego otra cosa y otra. Arteaga trató de calmarla -no sé explicaba- de abrazarla, pero ella le rechazaba. A cada intento de él, la mujer empleaba más fuerza en apartarlo. Le empujó fuera de sí. Él retrocedió, trastabillado. Entonces ella, con un gesto de rabia, se arrancó la ropa: la camisa manchada de vino en el pecho que parecía sangre, la falda de moaré, las preciosas braguitas caras y el sostén también caro. Le dijo:
-¿Puedes saber quién soy ahora?
Él dijo:
-Sí, tú eres mi mujer.
Ella dijo:
-¿Estás seguro?
Él dijo:
-Nos conocemos desde hace tanto…
Ella dijo:
-¿El tiempo necesario?
Él dijo:
-Por supuesto. Desde siempre.
Y ella dijo:
-Tú no me conoces.
Y entonces ella se giró, y no fue su hermosa espalda lo que Arteaga pudo ver. Lo que vio fue otro rostro de mujer en el reverso de la cabeza rapada, otros senos en aquella espalda tatuada, otra vulva en el lugar del firme trasero operado; otra mujer completa, pero ajena o secreta. Un ser imposible. Una aberración de la naturaleza. Había allí, en esa deformidad, dos mujeres; una pegada a la otra, la otra pegada a la una. Y las dos lloraban. Arteaga podía haber esperado una guerra interplanetaria, un culto esotérico, un muerto treinta años antes que regresa en busca de la inmortalidad, una vaticinadora que vende destinos ¿pero aquello? ¿Quién era aquella quimera? ¿Era su esposa, con quien había concebido dos hijos y a quien había amado de forma tan tierna y apasionada? ¿Qué había ocurrido con ella? ¿Dónde había estado? ¿De qué infierno había surgido o regresado? Arteaga se echó atrás y cerró los ojos y cuando los volvió a abrir no había allí sino una piel o membrana glauca, una materia cuya textura podía ser una mezcla de polvo y mucosidad. Entonces volvió a hacerse presente el bramido, sólo que esta vez, sin duda, procedía del interior de su cabeza. Todas las conexiones neuronales crujiendo, gritando. El mapa cerebral de una guerra nuclear. Se hincó de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza y se echó a llorar.
Horas más tarde su mujer y sus hijos lo encontraron tirado en el suelo. En posición fetal. Clac, clac, los zapatos de alto tacón. Toda la casa alborotada, colmada de suaves plumas blancas. Había una niebla espesa y azul en el salón. La cáscara verde de una esfera, reventada como una pupa y las puertas habían desaparecido. Un silencio amenazante lo invadía todo.

martes, 20 de diciembre de 2011

De seres fantásticos... (XIV)













Llueve. Espero el autobús. Distingo a un hombre que se acerca caminando: lleva un gorro de lana en la cabeza y una mascarilla quirúrgica en la boca. Está empapado. Me llama la atención su aspecto (esto no es Japón)y le observo, pero él no parece haber reparado en mí. La calle está completamente desierta a esta hora del día. El individuo llega a mi altura. Entonces dice mi nombre: Carlos, sin dirigirme siquiera una mirada. Me quedo mirándole sorprendido. Veo como se aleja. Las manos en los bolsillos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IX)












El suyo era el peor trabajo del mundo. Se sentaba con los moribundos y comía con ellos. Entonces todos los pecados de aquel que iba a morir pasaban a ser suyos. Inmediatamente tenía que ir al retrete y vomitar. A veces toda la mierda salía enseguida. Así arrojaba afuera todos los pecados. En cambió, otras veces no podía y tenía que meterse los dedos hasta casi tocar la campanilla y forzarse a vomitar. Terminaba agotado, consumido y arruinado. Se miraba en el espejo y se tocaba las profundas arrugas que surcaban su rostro prematuramente envejecido. No se sentía reconfortado. De hecho maldecía su puñetera suerte. Como recompensa, su úlcera le mataba en los días oscuros.

Cada trabajo le acercaba más a Dios. Como si él hubiera hecho ese pacto, como si él hubiera pedido ese contrato. Lo que el hombre deseaba era un trabajo sencillo y aburrido -uno alienante y sin esperanza-, una copa o una cerveza y un pitillo, y echar un polvo de vez de en cuando. No era pedir demasiado. ¡Oh, no, no lo era!. Pero todo lo que tenía era un alma atormentada, un pensamiento que no comprendía, un cartón de leche rancia y un paquete de pañuelos para limpiarse cada vez que se masturbaba. ¿Qué había hecho él? ¿Será verdad que todos nacemos pecadores y que Dios, en sus caminos inescrutables, nos tiende emboscadas y nos señala para éste tipo de labores? El trabajo sucio, sí señor. Alguien tenía que hacerlo. Pero, claro, siempre podía ser otro alguien el indicado.

El hombre tampoco se preguntaba mucho más allá. ¿Por qué habría de hacerlo sí, al fin y al cabo, no comprendería las respuestas? Damos por hecho que comprenderemos la solución al enigma, que no seremos devorados por él; que seremos capaces de soportar la luz tras el velo. Él sabía que no. En eso no era demasiado arrogante. Sólo era que le gustaba quejarse. Hacerse el interesante. Señalar a Dios como causante de todos sus males y de los que estuvieran por venir. Lo hace con el dedo manchado de porquería. Pero no es un mal tipo. Oh, no, no lo es. Tan sólo un poco despistado y vago.

Así que llega allí, donde ha sido requerido, y se sienta a la mesa o se acomoda en la cama. Sonríe al moribundo y le mira a los ojos. Toma el último alimento y lo muerde y luego se lo pasa al que está a punto de morir. O bien lo hace al revés, es primero el moribundo quien prueba la comida y luego lo hace él. Aunque de este modo no le gusta, pues la mayoría de ellos apenas pueden masticar y lo dejan todo lleno de babas. Hay veces en que tampoco le gusta la forma en que están cocinados los alimentos: que si demasiada sal, que si demasiada poca sal, muy cocido o poco hecho, rancio, amargo, etcétera.... Y no hablemos del picante. Antaño le gustaba, pero hoy, con su úlcera, no puede ni probarlo. Por no desairar a los desdichados lo toma, aunque sabe que después lo pasará mal. Desde luego esto le parece más insoportable que sus dolores de alma. Tiene decidido dejar de hacer éste tipo de concesiones. ¿A quien puede ofender? ¿No es acaso más importante su sagrado trabajo de sanador de pecados que una ridícula falta de cortesía? Ummm, quizás no lo sea. En fin, que compartido el alimento se completa el canje, el cambio: los pecados del moribundo se instalan en su alma, en su espíritu, en lo que sea. Entonces es como un recolector de basuras. Toda la podredumbre y las malas acciones, los crímenes, las injurias y las promesas rotas le entran dentro, y lo van devorando. Oh, sí, él puede luego sacarlo, pero algo siempre se queda dentro. Tampoco le preguntéis cómo funciona esta magia (si es que podemos llamarlo así sin ofender a Dios) esta transmutación, transfiguración o como demonios se llame la acción. Eso es, ni siquiera sabe como se llama su profesión. Lo mejor de todo es que él ni siquiera cree creer en Dios. Pero parece que a Dios esto último no le importa. ¿Por qué habría de hacerlo? Él es El Chulo Supremo. Bueno, así le gusta llamarle. También le gustaría verle algún día. Exista o no. Qué más da. Verdaderamente se muere por un trago. Quizás ésta noche lo haga. Quizás se meta en un bar y beba hasta reventar. ¿Quien podría culparle? ¿Quien habría de echarle de menos, añorarle? Créanme, ni siquiera los moribundos a quienes limpia de pecados. ¿Ni siquiera ellos? Ni siquiera ellos. Nadie cree ya en el pecado. Nadie cree estar a salvo de ellos.

Cuando termina su trabajo siempre llueve. Camina por las calles bajo el agua y nunca encuentra taxi. Inevitablemente siempre es de noche, y llueve (oh, esto ya lo había dicho) Todos los locales están cerrados y su casa oscura y fría está lejos y es poco confortable. No habría estado mal que le hubieran ofrecido, no sé, un vaso de agua, un rincón calentito o un abrazo, allá donde ha realizado su último trabajo. Pero las personas sólo piensan en sus cosas y eso les lleva mucho trabajo. Hay que llorar al muerto. Hay que vestirlo. Hay que hacer frente a las molestias. Así es. Él no tiene a nadie. Mejor así, sin duda. Bueno, él tiene a Dios. No sabe si eso es mejor.

Entonces ve una luz al final de la calle. Sus ojos no pueden ver otra cosa, y sabe que tiene que dirigirse hacia ella. Por un momento se pregunta si es que habrá llegado el momento de conoces al Supremo Hacedor. No siente nada. Sólo la curiosidad le mueve. La luz es un bar o un club de alterne. El neón brilla con un resplandor rojo, como infernal. Sin embargo el local se llama El Séptimo Cieloo. Piensa una vez más en la úlcera, en el dolor. Al carajo, se dice. Entra.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VIII)















El terror ya no sucede en enormes y viejas mansiones victorianas, en ruinas de hospitales mentales o castillos medievales. El horror hoy sucede en pequeñas habitaciones de pisos de apartamentos. En los oscuros dominios de las pequeñas personas. El ritual ominoso se da a la hora de la cena. Las miradas asesinas, los pensamientos encerrados y crueles. El deseo de algo peor.


De repente el hombre se levanta de la silla. Ésta cae con un crujido y un golpe seco. Mira a su mujer y a su hijo pequeño. No dice nada. Lanza de mala leche el tenedor sobre la mesa. Cae sobre el puré de patatas de sobre con salchichas de sobre y salpica a la mujer y el niño pequeño. Se hace un silencio. El hombre se echa a llorar. No dice nada. Se marcha a la habitación, cierra la puerta, apaga la luz y se tumba en la cama sobre la colcha.

La mujer limpia al niño pequeño que llora. Se limpia ella misma. Terminan de cenar sin hablar. En la tele están pasando Bob Esponja y el niño pequeño no sabe si tiene que reír, volver a llorar o callar y adoptar el gesto aprendido necesario. Un gesto estereotipado que usará siempre más adelante, cuando la ocasión lo requiera.
La mujer también sabe de gestos aprendidos. No acude a la habitación inmediatamente. Actúa casi siempre por instinto, como todos. No es una mujer reflexiva, ni falta que hace. Recoge la mesa. Recoge la silla, que había dejado caída. Friega los platos y los cubiertos. Barre el suelo. Deja al niño pequeño ante la televisión, dibujando extraños seres medio antropomorfos medio garabato. Seres infantiles mitológicos. Después, cuando crezca, dejarán de existir.

Sólo después de haber hecho esto la mujer acude a la habitación a hablar con su marido. Golpea tímidamente la puerta. Dos ó tres veces. No obtiene contestación. Decide entrar y se encuentra la oscuridad interior. Todo está en silencio. El hombre no está. La cama está vacía, pero la ventana está abierta. Viven en un séptimo piso. La mujer se altera y emite un leve grito. Se precipita sobre la ventana e instintivamente mira hacia abajo. Busca con su mirada en la penumbra de la tarde noche. Aun no están encendidas las farolas de la calle. Aun así no ve nada. No está el cuerpo de su marido estampado contra la acera o los coches. En este punto no sabe qué sentir, si tiene que sentir alivio, pena o terror. Sobre esto no sabe que estereotipo utilizar. Está desconcertada.
No ha mirado arriba: unos diez metros sobre su cabeza, flotando en el vacío, se encuentra el hombre, su marido. Tiene los brazos en cruz, los ojos en blanco. Flota extasiado en el aire. ¿Cómo es esto posible? Da igual, la mujer tira del hilo rojo que los une y hace entrar al marido de vuelta en la casa. Lo abraza, lo besa, trata de hablarle. Él no dice nada, no puede sentir nada. Aparta a la mujer de sí. De hecho, comienza a empujarla hacia la puerta de la calle. Hace un gesto que la mujer comprende bien y toma entonces a su hijo pequeño en brazos. Salen los tres.

En el coche el marido continúa con su misterio. El instinto de la mujer le dice que tiene que volver a tirar de estereotipo. Habla, gimotea, le recuerda quienes son ellos. Son su hijo y su mujer. El hijo llora. Esto podrá ayudar. Abraza al pequeño, pero no lo consuela. Sus lágrimas pueden ser la solución al enigma.
Entonces el marido toma un desvió oscuro. Un camino de tierra. Se dirigen al bosque. Apaga las luces y conduce un poco más. La oscuridad se ha hecho total. Detiene el coche sin parar el motor. Se baja y hace bajar a la mujer y al hijo pequeño. Ella se hinca de rodillas y pide compasión, misericordia, piedad. Lo ha visto hacer en una película, y entonces salió bien. El marido no va a matarlos. Va a abandonarlos. No dice nada, como en toda la tarde y toda la noche. No los mira; se da la vuelta y regresa al coche. Se aleja de allí mientras que la mujer se aferra a la manilla del coche, gritando, llorando, tratando de hacerle reconsiderar su decisión. No hay nada que hacer: el hombre acelera, aun a riesgo de chocar contra los árboles.
Cuando se aleja no mira por el retrovisor. Ya sabemos que ocurre si uno se gira para ver. Nosotros sí podemos observar a la mujer con el hijo pequeño en brazos: iluminados por las luces frías del coche, adquiriendo un brillo espectral. Los brazos de los árboles azotan sus ramas hacia ellos y parecen querer abrazarlos o atraparlos. Su imagen se va empequeñeciendo como un recuerdo, hasta desaparecer, engullidos por el olvido o la oscuridad.


Al llegar a casa, el marido deja las llaves en el cuenco de la entrada. Su hijo pequeño sale de su escondite. ¡Buh!, dice, y el hombre hace como que se lleva un gran susto. Se abalanza a los brazos cariñosos del padre y éste le da un sonoro beso y un gran achuchón. La mujer le besa también. Le besa en la mejilla, espátula en mano, delantal ceñido; la pierna flexionada a la altura de la rodilla en un gesto coqueto, hacia atrás. Se quieren. Nada podría ir mejor. La mesa está puesta. El puré de patatas de sobre con salchichas de sobre humea en la mesa. Se sientan a cenar.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Caminábamos como los vivos... (VI)














Empieza con un quejido. Luego viene el llanto: el hijo ha roto a llorar en la habitación. El llanto del bebé se introduce en el sueño de los padres, dormidos en el otro cuarto, a través del ruido cavernoso del aparato. Brilla rojo. A veces asusta. Es el padre quien se levanta. Torpe, lento, agotado, los ojos casi cerrados, aun dormido. Bosteza, se rasca el trasero bajo los calzones. El hijo ha dejado de llorar. Al menos ahora no le escucha hacerlo.

El padre abre la puerta a oscuras. Entra. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra lo ve: en cuclillas, guardando el equilibrio, encaramado a los barrotes de la cunita hay un extraño ser -rojos ojos encendidos-. Tiene al hijo aferrado entre sus garras. El bebé es demasiado pequeño y no parece temer, se deja hacer, aunque balbucea algo parecido a papá. El ser abre su boca como un pico. Muestra su lengua bífida. De su garganta surge un sonido como un siseo o un crujido. Amenaza.

Una corriente fría congela la escena. Congela la mueca en la cara y la comprensión del padre. ¿De dónde habrá salido éste ser? Del sueño del bebé no ha podido surgir. ¿Qué conjuro estará invocando con sus misteriosas palabras susurradas?. La luz exterior de las farolas parece hacerse profusa en el cuarto. ¡Luz, maldita luz!. Ahora puede verlo todo. Pero todo no es nada. No están ni el ser ni el hijo. El padre ve las cosas como a través de una catarata. El padre cae desmayado, desplomado, al suelo.

Cuando despierta está otra vez en su cama. La boca seca, el estómago le quema, la cabeza le da vueltas. Siente haber dormido mil años. quizás lo haya hecho. La mujer no está a su lado, acostada o despierta. No están las fotos de la boda, ni están sus perfumes o sus cosas. La habitación es una verdadera leonera. Se levanta, se incorpora. Todo le da vueltas. Es entonces, entonces, cuando comienza a recordar: su hijito muerto en la habitación del hospital. La mujer llorando con el cadáver infantil en brazos. La luz blanca y fría de la sala de curas. Los rostros entre ausentes y severos de los doctores y las enfermeras. Su propia imagen rota en el cristal de las ventanas. Fuera llueve y hace viento. Dentro hace frío. Y más dentro, todo es como un iceberg. Estalactitas, carámbanos y estalagmitas. Las venas y las arterias ya no llevan sangre. Llevan el líquido de la desolación. Si tuviera el suficiente valor haría pedazos el mundo. Sólo está hecho pedazos el corazón.

El padre se lleva las manos a la cabeza mareada. A la deriva. Se lleva las manos a la boca abierta. El horror congelado. Está a punto de llorar. Los ojos vidriosos y rojos. A cada chispazo de memoria, de comprensión, se corresponde un átomo de hielo y de muerte. Se levanta, como un resorte, y echa a andar. Corre. Abre la puerta del cuarto del hijo. Allí, evidentemente, no hay nadie. Todo continúa igual que cuando el hijo salió por última vez: las sabanitas blancas, los posters de cachorros de perros y gatos, los peluches de animales, el caballito de madera para cuando creciera, las fotos de papá, mamá y el bebé sonrientes, los polvo de talco, las cremitas y los aceites, los pañales y la ropita sobre la repisa. Las lágrimas fluyen al ver la cunita fría. Habían puesto una piedra en su lugar.